Un hipopótamo azul.
Un jardín con plantas de tomate y el gusano verde para montar.
El olor a látex de las esponjas de maquillaje.
El olor de los gatos recién nacidos.
El terror en la sangre cuando se lleva contrabando en la maleta.
Las olas a lo lejos desde la ventana de mi salón en sexto grado.
El olor a hígado en el aliento y los labios morados del profesor Damián.
El olor del cuerpo de mi abuela.
Los sofás verde limón de la casa de mi abuela.
Mi abuelo en su ritual de afeitarse frente a la ventana, luego prender un cigarrito, luego cantar con su guitarra azul.
El olor de los cerillos después de encenderlos.
Mi tío haciendo dibujos de rosas y cholos de paliacate sobre su camisa, al centro en letras old english la leyenda: For Ever.
Mi tía Carmen delineando sus labios de geisha en color Vino Moscatel de Avon.
La noche y los edificios de Los Angeles desde la ventana ese verano en que viajé sola a los 15 años.
La mirada y la camiseta rota de una puta negra en downtown.
La decena de aviones volando en círculos sobre la neblina de Londres.
Los sandwiches de camarón con mermelada de fresa de la British Airways.
Los frijoles con queso de chiva en casa de mi abuela.
La suavidad de las sábanas caseras.
El libro de volcanes que veía a diario en la biblioteca de la secundaria.
El miedo cuando hace astillas.
El tedio de los domingos por la noche, sola y nunca sola.
La felicidad artificial.
(algo así es la memoria)